viernes, 18 de septiembre de 2009

Mi compañero.


Hice justo lo contario. Como vengo acostumbrando. Encendí el ordenador. Sé que no soy capaz de hacer algo intenresante aquí pero de nuevo pensé que puede que esta vez lo consiguiera a sabiendas de que no lo conseguiría. Y aquí estoy, con el ordenador encendido y delante de su pantalla.

Pensándolo bien, pocas cosas nos distinguen desde hace unos días para acá. Sistemáticos, calculadores, fríos, distantes, seres inanimados dependientes de una energía que viene de fuera. Que a él sí le viene. Y otras tantas cosas más... Como las contraseñas, que yo no me sé de él y que nadie sabe de mí. O casi.

Aquí estamos, él y yo, como acostumbro, acostumbra y acostumbramos. Nos contamos cosas, nos consolamos. Él tiene virus y yo dolor de cabeza. Él se actualiza y a mí me cuentan el último cotilleo olvidado al segundo igual que sus actualizaciones caen en desuso antes de usarse. Porque yo sólo le quiero para contarle historias y él es muy callado. Nunca se cansa. Se calienta a veces. Nada fuera de lo normal.

Pero vamos al grano. La verdadera novedad de todo esto, es que nunca permite que me sienta sola. Se presta a cualquier viaje. Me acompaña a la facultad o al parque. A veces resulta que es un pesado pero nos sentamos en un banco y ya está. Le puedo proteger entre mis brazos mientras tanto y mirarle todo el rato. Tocarle sin parar. No se cansa. No se molesta. Después volvemos a casa cuando yo diga.

Es portátil.


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